Cuando Carla, mi hija, tenía once años, le regalé un libro editado en 1991, “50 cosas que los niños pueden hacer para salvar la tierra”.
Ya por ese entonces se hablaba en todo el mundo del calentamiento global, las energías alternativas, el agujero de ozono y la contaminación del agua y el aire, aunque en nuestro país no se le daba a esos temas la importancia que merecían y los ecologistas no eran bien vistos por mucha gente. Hoy, casi veinte años después de haber descubierto ese libro, todavía escucho hablar de “los ecologistas” en tono burlón y hasta con desprecio:
“Los ecologistas” son personas molestas que están en contra de los agroquímicos, del rally, de los basurales a cielo abierto, de las pasteras, y de tantas otras actividades humanas contaminantes que se organizan, financian, patrocinan o “fiscalizan” (ja) desde el gobierno.
“Los ecologistas” son esos loquitos que liberan pájaros entrampados, que salen a plantar árboles autóctonos y que te retan si te ven arrancando un helechito en las sierras.
“Los ecologistas” hinchan todo el día para que se prohíba el uso de bolsitas de plástico y tengamos que volver a usar bolsas de tela para hacer las compras, igual que nuestras abuelas. Y para que la leche, las gaseosas y el aceite vengan de nuevo en botellas de vidrio, que es reciclable.
“Los ecologistas”, encima, son mugrientos. Porque sólo un mugriento se puede duchar en cinco minutos con cabeza y todo, y con un chorrito de agua como el de la pava.
Y el prejuicio sigue en pie, y los que todavía despotrican contra los ecologistas no entienden que nos estamos quedando todos, ellos también, sin agua, y que la basura que no se recicla contamina la tierra de todos, y que si no fuera por los que le han puesto el pecho, y la cara, a ciertos temas, el mundo estaría peor. El prejuicio sigue en pie, junto con el despilfarro de recursos no renovables, la devastación criminal de las minas a cielo abierto y el triunfo de los grandes intereses económicos por sobre la salud y el bienestar del planeta, y por ende, nuestros.
Y lo más triste es que no hace falta una superestructura, ni un presupuesto millonario, para que los pueblos tomen conciencia de que la tierra ya no da más, sino voluntad política. Una voluntad política que, dados los magros resultados de las últimas cumbres contra el cambio climático, posiblemente llegará cuando ya nuestra atmósfera no tenga oxígeno.
Así que habrá que tomar el toro por las astas y empezar por casa, la cuadra, el colegio, el barrio, el pueblo, la ciudad, y si se puede, el país. Porque todo suma, hasta lo más chiquito.
Por ejemplo, saque cuentas: si 30.000 habitantes ahorramos diez litros de agua por día cada uno (un balde), ahorraremos entre todos y por día 300.000 libros, suficientes para abastecer con 500 litros a 600 familias más. A un promedio de cuatro integrantes por familia, le estaremos dando agua a 2.400 personas más... sólo con gastar un balde menos de agua por habitante y por día. ¿Asombroso, no? Y ni qué hablar de cuánto abono orgánico podemos producir si en lugar de tirar a la basura las cáscaras de frutas y verduras las utilizamos para hacer compost: todos tendríamos el jardín y la huerta espléndidos. Y ni qué hablar, si lo regamos con el agua de la ropa o la cocina... y así reutilizamos el agua potable, que tanto cuesta producir.
La conciencia comunitaria, el pensar en el bienestar del otro, de las generaciones futuras, el hacernos cargo de nuestra responsabilidad social, son parte del saber ancestral de los pueblos. Un saber que parece haberse perdido a medida que comenzamos a asfaltar las calles y dejamos de sentir la tierra bajo los pies. Es hora de reflotarlo, y de empezar a comprometernos y a exigirle a nuestros gobernantes que también se comprometan.
En un libro como “50 cosas que los chicos pueden hacer para salvar la tierra”, editado hace dos décadas, hay material de sobra para que padres y docentes trabajen todo el año generando inquietudes en los chicos (y en ellos mismos), entusiasmándolos con experimentos sencillos, enseñándoles a descubrir su potencial y su poder como cuidadores del planeta. ¿Qué impide enseñar “Ecología” en serio, como un taller anual, desde el jardín de infantes hasta la universidad, sin notas, sólo clases prácticas? ¿Por qué no se hace? ¿A quién no le conviene, si acá, en este planeta, vivimos todos, ricos y pobres, ecologistas y depredadores, y no tenemos otro lugar donde ir?
¿O es que hay alguien tan bruto, tan infame, que todavía crea que se puede salvar solo?•
Graciela FernándezEscritora – Río Ceballos – Córdobahttp://www.terincollado.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario